Intrusos
Uno de mis cuentos favoritos del último libro de Alejandro Neyra, Detrás de la vitrina de San Marcos, narra la historia de un hombre viudo quien para aliviar la pena por la partida de su esposa, en medio de la pandemia, postula para ser guardián de la Casona de la universidad. «Terminé así, pues, como un viejo amo del calabozo», escribe, «con llaves llenas de herrumbre, paseando por los pasillos vacíos del centro cultural, mientras disponía poco a poco tropas de trabajadores de limpieza cubiertos como si fueran astronautas».
El personaje se muda allí, usa la oficina del rector como dormitorio y empieza a deambular a diario por los recovecos de la casona, «sótanos húmedos» y «senderos secretos» que Alberto Sánchez y otros rectores usaban para esconderse de los alumnos. Durante esa rutina se obsesiona con observar la vitrina del museo donde se exhibe el popular manto blanco de Paracas, un milenario tejido que representa a ochenta y cuatro misteriosos danzantes, hasta que un día se convierte en uno de ellos, y debe vivir encerrado dentro de esa vitrina.
Ha sido una experiencia dinámica leer estos cuentos, porque han sido tejidos desde el lado más volátil e irónico y peligroso de lo que significa, en el imaginario popular, la cultura peruana. ¿Qué es finalmente? Cada uno debe explicárselo por su cuenta. Pero al menos en este libro ese trance en que lo cultural y anticultural luchan para apropiarse del eje de las historias, uno termina asimilando que lo peruano quizá sea precisamente ese enfrentamiento continuo, paradójico, e inverso.
Los cuentos están hilvanados por la experiencia de su propio autor, y hay en muchos de ellos, historias ligadas al ámbito burocrático —asesores de ministros, comunicadores, asistentes culturales— que ofrecen un bosquejo sarcástico sobre el asunto de la peruanidad desde el lado estatal. En Attaché, por ejemplo, el narrador es un curador de arte en una embajada quien presenta obras de artistas inventados del Perú, y tras su éxito, admirado incluso por críticos notables, marca el inicio de un prestigio que, curiosamente, a nadie parece importarle si es real o no.
Mis cuentos favoritos coinciden para mí en el mayor talento de Neyra, su gran capacidad para hilvanar juegos metatextuales, esa difuminación entre lo histórico y lo ficticio, utilizando recursos como películas o libros. Uno que grafica esto, por ejemplo, es el cuento El secreto de los incas, en que a manera de contrapunto leemos la historia de un brichero peruano que viaja a buscar a su novia americana, por un lado, y la historia de cómo se filmó la película Secret of the Incas protagonizada por Charlton Heston por el otro, hasta que ambas ramas confluyen en un sólido juego de espejos.
Del mismo modo sucede con El burócrata, el asesino y el disco de Oro, en que Neyra despliega una confabulación desde Washington para apropiarse de un famoso disco inca que perteneció al ex presidente Echenique, o en Con Perec, Vernier, y el amigo de mi pueblo en Ginebra, un relato en que esos juegos metaliterarios logran ambientar una atmósfera donde realidad y ficción confluyen alrededor del misterioso libro escrito por George Perec.
En sí, todos los cuentos representan la peruanidad sobre el rol del personaje intruso, el foráneo, el testigo, como si el autor nos intentara mostrar que lo cultural es inasible y, tal vez, epifánico. Un entretenido caleidoscopio de personajes y situaciones que activan esa pregunta que aún nos rodea: ¿qué somos?